En la Nueva Jerusalén,
Pila del Espíritu Santo,
la efusión del Espíritu es continua y total

(Borrador)

En la Nueva Jerusalén está la Pila del Espíritu Santo donde el Espíritu está libre y se derrama para volver a encontrar aquella vitalidad que muchos han perdido, que vuelve a donar dignidad y frescura. Del Rincón de Paraíso donado por el Padre a esta humanidad el Espíritu se derrama para revestir de Su Luz todos aquellos que son anhelantes de recibirLa (Ap 21,23-26); todos aquellos que esperan, viven y aman para ser recalentados de la Luz de Cristo (Jn 1,9): la Luz que aleja las tinieblas del corazón y vuelve a donar al corazón, al alma y al espíritu aquel oxigeno puro que hace seguir viviendo y no sobreviviendo (2Cor 4,6); amar y hacer conocer al verdadero Amor (Jn15,13; 17,25-26); donar el afecto de un Padre y de una Madre, por muchos extraviado, perdido y que por muchos ya no es reconocible.

En esta Tierra de Amor siempre se reconocerá el Amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y el Amor materno cada vez más derramará Su candor, para poder abrazar cada hijo, para poder acoger a cada hijo que en Cristo espera, por Cristo vive y con Cristo quiere seguir viviendo (Jn 17,3; 1Cor 15,22).

En el mundo se ha perdido “el” Amor de Dios y se han invertido los términos del Amor de Dios con un amor efímero y pasajero que no deja rastro en el corazón sino que consuma el corazón. En la Nueva Jerusalén (Ap 21,2), Tierra de Amor, el Amor está vivo, es santo, es Persona: viva y santa es la acción del Espíritu que procede del Padre y por medio del Hijo hace volver a descubrir al mundo la única Verdad que salva (Jn 14,17; 15,26; 16,13).

En la Nueva Jerusalén la acción del Espíritu Santo es benéfica, vital y salvadora. Aquí el Padre envía a Su Espíritu a fin de que nadie se sienta solo, perdido (Jn 14,26). Así en la Tierra de Amor la fraternidad está viva (Jn 13,34; 15,17) y viva debe estar la pertenencia a la familia: la familia cristiana, fundada sobre Cristo, en Cristo y con Cristo, para ser en María, con María y por María.

Con la acción viva del Espíritu Santo las virtudes cristianas vuelven a llevar el orden y la santidad en este mundo. La Nueva Jerusalén es el Faro de reconocimiento del Amor del Padre, que a través de Sus hijos acoge a todos aquellos que quieren llegar a ser “hijos” (Jn 1,12), por medio de la acción santificadora del Hijo de Dios (Rm 8,14). Es éste el bálsamo de la eterna juventud, que hace volver a ser niños en el corazón para ser maduros en la verdadera fe, la única fe, la fe en el Dios Uno y Trino, que ha atravesado este mundo por los siglos. Y en este Tabernáculo viviente nuevamente el Espíritu se derrama para hacer comprender a esta humanidad árida y perdida que nada y nadie puede detener la acción reveladora del Pensamiento del Padre, a fin de que todo vuelve al origen de Su Pensamiento de Padre, de Hijo y de Espíritu Santo.

El Hijo de Dios ha bajado en esta Tierra por primera vez hace más de dos mil años. Después de Su subida al Cielo (Hch 1,9), el Espíritu ha soplado fuerte en los corazones que al Hijo de Dios se han aferrado (Hch 1,8), se han fundido, para transmitir a los venideros Su Amor, Sus enseñanzas, que eran las de hacer volver a comprender la paternidad de un Dios Bueno y Santo, Misericordioso y Justo (Sal 116,5). Fuertes de este Amor, llenos de Su gracia y revestidos de la Luz de Cristo, aquellos primeros amigos de Jesús, los Apóstoles, han ido por las calles de este mundo: comprendidos y no comprendidos, amados y no amados. Han ido hacia todos aquellos que en aquel momento el Padre les enviaba, para transmitir la cristiandad, así como el Padre les había dicho, suscitando en sus corazones aquella gana viva de hacer conocer al Maestro, Sus virtudes, Su Persona: conjunción entre  el Cielo y la Tierra. De hombres viejos se han renovado en Su Amor, donando la propia vida a fin de que se pudiese recordar a lo largo del tiempo y poder de esta manera vivir la enseñanza del Hombre Jesús, del Dios Jesús, del Hijo de Dios.

Este es lo que pasó entonces, hasta llegar, ahora, en estos tiempos, a una acción continua, viva, perenne del Espíritu Santo, que en esta Morada metafísica se derrama en la totalidad y sin medida (1Cor 2,9-10; 12,13; 1Jn 4,13-14). Sin embargo, la medida es puesta por los corazones que reciben la efusión del Espíritu, sobre la base de la propia apertura y disposición de corazón. Entonces la efusión del Espíritu da fruto sobre la base de la apertura del corazón de quien la recibe (Rm 8,13): donde totalmente, para los corazones totalmente dispuestos a acoger la acción del Espíritu; donde parcialmente, para los corazones parcialmente dispuestos a acoger la acción del Espíritu; donde para nada, para los corazones no dispuestos a acoger la acción del Espíritu.

En la Nueva Jerusalén el Espíritu está vivo: quien llega con corazón sincero y pide ser revestido de la Luz, de la Luz que salva, será renovado para abrir el corazón a Su acción que dona la Vida (Jn 6,63). La Pentecostés en la Tierra de Amor es continua, para ayudar a todos a comprender el único mensaje universal que el Padre desea: amar a Cristo con todos sí mismos (Mc 12,30; 1Jn 5,1); amar a María con toda la propia alma, a fin de que cada uno pueda comprender con el propio espíritu, la vida, la eterna Vida (Jn 3,16; 5,24; 17,3) que proyecta los corazones a vivir perennemente, por la eternidad, el Cielo.

Éste es lo que esta Iglesia transmite de esta Tierra de Amor, para poder vencer y hacer vencer, a fin de que se pueda vivir en este mundo pero ser del Cielo, con el corazón orientado hacia el Cielo, para poder vivir y ser verdaderos hombres y verdaderos cristianos.

Una es la Verdad: Cristo (Jn 14,6). Y la Verdad no puede ser aguada. La Verdad absoluta no puede ser una verdad personal, sino que Una es la Verdad: aquella que Dios Padre Todopoderoso ha transmitido, transmite y transmitirá en Cristo, con Cristo y por Cristo (Jn 4,23-24). Hasta cuando el mundo no comprenderá la Verdad, la Paz no podrá ser estable sobre esta Tierra. La Paz será estable sobre esta Tierra sólo cuando el mundo querrá comprender los Tesoros del Cielo y cuando la iniquidad será sometida y definitivamente aniquilada (2Ts 2,7-12). Y las raíces de la cristiandad nunca secarán porque fuente de eterna Vida (Ap 22,2).