La Divina Misericordia del Padre y la engañosa misericordia del hombre
La Divina Misericordia del Padre y la engañosa misericordia del hombre
(Borrador)
En la Fiesta solemne de la Divina Misericordia la luz resplandece. En el día Santo en el cual la Iglesia Universal celebra la Infinita Misericordia, “la” Divina Misericordia, la Luz (Jn 1,4) de Cristo Resucitado impregna los corazones de cuantos pidiendo “Misericordia” con corazón sincero, de cuantos pidiendo ayuda se abandonan a la voluntad (Mt 6,10) de Dios.
Todos aquellos que han conocido, amado y vivido la Divina Misericordia de esta Casa, de esta Iglesia, centro de la infinita misericordia de Dios, bajado del Cielo en esta Tierra de Amor, están llamados a manifestar ahora y siempre la pertenencia al Corazón de Jesús, a la Morada del Espíritu Santo (Jn 14,17) que el Padre ha establecido en la Nueva Jerusalén (Ap 21,3), donde está la Pila llena del Amor del Espíritu Santo (Tt 3,5), llena de Su vivo e incondicional Amor, que impregna todo corazón, que impregna el alma y dona respiro al espíritu, a fin de que la Iglesia Cristiana Universal de la Nueva Jerusalén pueda manifestar la Verdad (Jn 5,19) y la Luz pueda resplandecer donde las tinieblas han nuevamente hecho bajar la oscuridad (Jn 3,19).
Lo que el mundo tiene que entender es la diferencia entre la Divina y la humana Misericordia. En este tiempo la humana misericordia ha tomado la delantera sobre la autenticidad de la Misericordia de Dios. La Misericordia Divina no es concederle todo a todos (Is 55,7). Es una concesión a la cual tiene que anteponerse necesariamente una solicitación de ayuda, de perdón (Sal 65,20), para ser limpiados en el profundo. Esta es la condición universal que el Padre ha establecido para recibir Su Misericordia, que siempre está lista para inclinarse sobre la humanidad para limpiar a los hijos y a las criaturas de Dios de los pecados (Sal 50,3).
Éste es el único vínculo que el Padre ha establecido a fin de que cada corazón se sienta empujado y estimulado a hacer el bien, para que todos sean motivados en el profundo de la propia alma a desenrollar toda acción siguiendo “el” Bien, amando a Dios (Mt 22,37) y amando al prójimo (Mt 22,39), así como Jesús ha enseñado, enseña y siempre sigue enseñando: “Haz al prójimo lo que quisieras que se haga a ti”. Esta es la condición que cada hijo de Dios debe tener hacia los hermanos: hacia Jesús, Hermano, Amigo y Maestro; y hacia el Padre, Bueno y Santo, Misericordioso pero Justo.
Ser cristianos significa, de hecho, poner en centro la caridad (1Cor 13,1-4; 8.13; 14,1; 16,14; Col 3,14), significa poner en el centro la humildad (Lc 1,48). Pero la caridad y la humildad no deben prescindir de la obediencia santa (2Cor 10,5), que hay que tener hacia el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Lc 2,51). Por consiguiente, todos están llamados a ser en primera persona santos (Le 9,2; 20,26), para luego transmitir santidad con relación a los hermanos.
He aquí la autenticidad de ser cristianos y no simplemente hombres que hacen el bien según la propia consciencia. Esta enseñanza no es de Dios. Porque al hacerlo se vive el egoísmo hacia los hermanos, acabando por recibir el bien que se “quiere” recibir o, peor, que se “pretende” recibir del hermano.
Para el verdadero cristiano, en cambio, la medida tiene que ser incondicional “en dar” (Lc 6,35); y debe ser en la libertad “en recibir”. Esta es la distinción viva y santa de la esencia cristiana: donarse (Jn 15,13), no para pretender recibir; sino donarse para donar el Amor de Cristo (Jn 15,9), que ha resucitado para donar la Vida a todos (Mt 20,28; Mc 10,45).
Esta es la esencia de la misericordia cristiana, que no debe ser malvendida, sino que debe ser entendida (1P 1,3), a fin de que cada uno pueda ser digno de recibirla (Jd 21) y ser, así, santos y salvos eternamente (2Tm 2,10).