La Divina Misericordia y el libre albedrío del ser humano
La Divina Misericordia y el libre albedrío del ser humano
(Borrador)
La Divina Misericordia es el don que el Padre concede a los hijos que a Él se dirigen con sinceridad de corazón. Si por un lado el Padre siempre está listo para el perdón (Sal 85,15), por el otro los hijos tienen que ponerse en la condición de recibirlo, el perdón.
El amor del Padre, que en el Hijo es Persona (Jn 1,14), precede al hombre (Jn 15,9). La Divina Misericordia, de hecho, ya se manifiesta cuando el Espíritu divino acompaña (Mt 5) el hombre a comprender el error y luego lo ayuda a prometer sinceramente no equivocar nunca más (Jn 8,11).
La diferencia entonces no es determinada por el infinito Amor del Padre (Sal 99,5; 105,1; 106,1; 117,1-4; 117,29; 135,1-26) sino por el ser humano, en su libre albedrío (Gal 5,13; 1P 2,16) y voluntad (Mt 7,21; 1P 4,2). El Espíritu Divino siempre está listo para venir en socorro del hombre y de la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,27) pero en última instancia es su conducta (Lc 15,21) que determina el juicio del Padre, que puede ser de salvación o de condena.
Grande es la diferencia que hay entre aquellos que llevan una vida correcta, santa, que desean recibir la mirada benévola del Padre y viven para merecer el propio lugar en Paraíso (Jn 14,2), con respecto a aquellos que, por ingratitud hacia el Padre o por egoísmo personal, llevan una vida disoluta y plenamente entregada a no hacer el bien. En este último caso, si uno no se arrepiente y no cambia de vida, no está en las condiciones para recibir la misericordia y el perdón de Dios. Y el Padre, aunque no alegrándose sino sufriendo por tal condición humana, respeta la libertad concedida, que lleva el ser humano a proceder hacia el bien o hacia el mal. Y quien persevera en el mal, será condenado al infierno por la eternidad (Mt 8,12; 13,42.50; 22,13; 24,51; 25,30; Lc 13,28).
Como, de hecho, el Padre dona la recompensa a cuantos en Su nombre han vivido y viven una vida recta y correcta, como muchos santos y mártires del pasado y del presente, así aplica Su misericordiosa justicia a quien, en la libertad personal, ha vivido y vive la propia vida de manera disoluta (Jn 5, 29), haciendo lo que es mal a Sus ojos (1Re 16,30).
Éste es lo que ha hecho el apóstol Judas que, aunque llamado por Jesús a ser santo, ha permitido al espíritu diabólico penetrar más y más en su corazón y hacer lo que es mal, llegando a traicionar al Hijo de Dios (Mc 14,21; Lc 22,22).
En la última Cena, el Jueves Santo, total ha sido la efusión de la misericordia de Jesús, que se ha inclinado para mondar y salvar aquel corazón ya presa del espíritu diabólico. En el momento del lavatorio de los pies (Jn 13,5), de hecho, Jesús se ha detenido largamente con Judas, buscando a su mirada, su arrepentimiento (Jn 13,11). Pero la voluntad y la libertad personal han llevado Judas a rechazar el Amor misericordioso de Jesús, que nada puso porque aquel “yo” no ha querido. Como nada puso María, que en su infinita misericordia estaba lista para perdonar a Judas, a pesar de la traición, así como ocurrido con Pedro, que ha llorado sobre su error, buscando y encontrando el perdón de María que, en Su infinita misericordia, lo ha mondado y purificado.
La Divina Misericordia no ha podido salvar a Judas porque Judas, en su libertad, no ha querido ser curado por el amor de Jesús prefiriendo permanecer en su orgullo. Y en Su misericordiosa justicia, el Padre ha condenado Judas por la eternidad (Mt 26,24).
Así ha sido también por uno de dos ladrones crucificados junto a Jesús que, aunque culpables por haber cometido varios delitos, en vez de pedir perdón, han preferido acusar e insultar a Dios (Lc 23,39). Y el Padre, en su misericordiosa justicia, lo ha juzgado y condenado, a diferencia del otro ladrón que, arrepentido por los propios errores (Lc 23,41), se ha apelado a la misericordia de Jesús (Lc 23,42) e inmediatamente (Lc 23,43) ha sido salvado.
Dios Padre ha creado el hombre y la mujer (Gen 2,22), haciéndoles el más grande don: la libertad (Sir 15,14). Y así, en virtud del don recibido, el hombre y la mujer están libre de mantenerse fieles a Dios (Jn 8,32; Gal 5,1) y a Sus Mandamientos (Dt 7,9; Mc 12,29-31) o no (Sir 15,15). Entonces no será Dios que determinará con el juicio la vida o la muerte eterna del hombre, sino la conducta del hombre, creado libre y regenerado en Cristo (Tt 3,5), determinará el juicio del Padre y por consiguiente la propia salvación o la propia condena (Sir 15,17), porque el Padre es Bueno y Santo, Misericordioso pero Justo. Y con Misericordiosa Justicia Él juzgará con verdad todas las gentes (Sal 95,13), a fin de que cada uno pueda merecer, en virtud de las propias elecciones, libres y personales, vivir el Paraíso (Ap 2,7; 20,5b-6) o vivir el Infierno, por la eternidad (Ap 20,14b-15).