Aquí está el Monte Santo donde Dios ha puesto su Tienda
Aquí está el Monte Santo donde Dios ha puesto su Tienda
(Borrador)
Aquí está la Casa de Dios (Gen 28,17). Esta es la Tierra donde el Padre ha puesto su Tienda (Ap 15,5). Tienda: Casa de la Alianza, de la eterna y renovada Alianza de Dios Uno y Trino con el pueblo elegido (Jer 31,31), con sus hijos, con todos aquellos que se han mantenido fieles a Su Amor. Esta es la Casa (1P 4,17) para todos aquellos que han combatido por su Amor y para todos aquellos que están injertados en su Amor.
La Nueva Jerusalén (Ap 21,2) es la Tierra de Amor con la cual el Padre ha restablecido su definitiva Alianza (Jer 32,40) que en Jesús, Hijo del Dios viviente, se hace auténtica y santa.
Éste es el Monte en el cual, así como está escrito y preanunciado (Jn 4,21), se habría adorado – y ahora se adora – a Dios en Espíritu y Verdad (Jn 4,23), a fin de que todos puedan conocer, amar y vivir la Verdad (Jn 8,32); y, por consiguiente, casándola, ser separados del espíritu inmundo que domina el mundo.
He aquí el Monte santo (Jer 21,23; Zc 8,3) en el cual, como verdadero Hombre, Jesús es verdadero Dios, en su esencia y en su sustancia, a fin de que todos aquellos que aquí llegarán puedan advertir la presencia del Padre en el Hijo, y ser rodeados por el Amor del Espíritu Santo (Ef 2,10). Sólo quien, llegando aquí, negará de la acción del Espíritu y de los efectos de su acción sobre las almas, no logrará comprender y advertir aquella Llama viva que calienta el corazón. Quien aquí llegará con la justa predisposición de corazón para comprender, descubrir y amar, todo recibirá. Dios todo dona. Dios todo hace comprender. Condición necesaria a fin de que todo ocurra es despojarse de si mismos (cf. Flp 2,7-8), de la propia humanidad, del propio “yo”, de los propios juicios y pre-juicios, vaciando el corazón de todo lo que es mundo para hacerlo listo a la acción del Espíritu.
Como el Altísimo ha extendido su sombra sobre María (Lc 1,35), llenándola de su infinita gracia (Lc 1,28) para que donara al mundo el Salvador, así Jesús, con su Amor, ha extendido su sombra sobre sus hijos (Sal 16,8; 90,1; 120,5): al inicio de los tiempos sobre aquellos primeros hijos y amigos, los Apóstoles de la primera hora (Mc 9,7); en estos tiempos, últimos tiempos de la cristiandad, sobre los hijos de la Nueva Jerusalén (cf. Lc 1,78-19), llenándolos de su Amor y sapiencia. Infinito fue el Amor de David (Sal 100,1). Infinita fue la sapiencia de Salomón (2Cr 9,22-23). Pero el amor y la sapiencia con la cual en la Nueva Jerusalén el Señor reina y reinará no tendrá ni limites ni fronteras (Mt 12,42).
De este santo Monte (Gal 4,17) ha partido el rescate de Cristo Señor sobre el mundo. Un rescate en favor de sus hijos y contra un mundo que ha seguido perseverando en el error, descartando nuevamente a Jesús (Sal 117,22; Hch 4,11): su sacrificio salvador, su recuerdo, su vida, su venida. Pocos son aquellos, hoy, que todavía se acuerdan de que Jesús, el Hombre-Dios, ha estado sobre la tierra. Pocos son aquellos que, hoy, todavía se acuerdan de su promesa (Mt 24,39), que habría vuelto (Mal 3,2; 1Ts 3,13); y que entonces habría sido su rescate (1Ts 2,8).
Muchos ahora olvidan su venida (1Ts 5,23) y su rescate porque están complacidos por todo lo que es humano. El hombre se ha olvidado de Dios. Aquellos llamados a hacerlo conocer se han servido de su santo Nombre para hacer los propios intereses, celando una acción deshonesta y puramente humana (Mt 7,23). La santidad está mucho más allá de todo lo que es humano. La santidad no acoge lo que el mundo administra con la mentira. La santidad pretende lealtad, corrección y fraternidad.
Dios es Bueno. Dios es Santo. Dios es condescendiente. Pero Dios no es sólo esto. Dios es incluso veraz y justo (Mt 13,42-42). Y esta es la parte que muchos han querido olvidar y hacer olvidar. Jesús dará luz al mundo a fin de que lo que es celado llegue a ser manifiesto y toda fechoría venga a la luz. La misericordiosa justicia de Dios extenderá su sombra sobre los denigradores, sobre los traidores (Hch 7,52) y sobre aquellos que se han servido de su santo Nombre para erigirse delante de los poderosos subyugando a los pequeños, abusando de ellos y de todo lo que es santo (Ap 18,6). Muchos corazones ahora adormecidos serán despertados por la acción de justicia, meticulosa y santa, del Señor, para ser regenerados en el Amor. Los corazones que se han hecho templo del espíritu inmundo serán pinchados por esta acción (Os 4), que ha empezado y que más y más entrará en lo vivo. El mundo oirá el llanto inconsolable (Mt 13,49-50) de quien ha blasfemado, renegado y traicionado el Espíritu Santo (Mt 12,32). Cada lágrima será por un lado dolor lancinante por el recuerdo del mal cometido (Sab 11,12); por el otro, conquista de almas que el Espíritu rescatará y regenerará (Ap 7,17), para conducirlas a la Pequeña Cuna, Pila del Espíritu Santo, Lavacro de las almas (Tit 3,5), donde las criaturas llegarán a ser “hijos” (Jn 1,12) y los pecadores resucitarán a vida nueva (Ap 21,4), en Cristo, con Cristo y por Cristo.
He aquí porque Jesús ha revelado a su Mozuela, María Giuseppina Norcia, que habría preservado para Sí y para sus hijos esta Tierra de Amor y de misericordia (Lc 1,50), donde ni el mundo ni el sinedrio habrían tenido autoridad sobre ella: para volver a colocar en el centro la santidad y el vivo Amor.
Éste es lo que los primeros amigos de Jesús, los primeros Apóstoles vieron sobre el monte Tabor (Mt 17,1-8): la Ciudad Santa (Ap 21,10), antes celada a sus ojos, pero ahora manifiesta, tanto a ellos como a quien ahora ve el Monte santo (Is 56,7) de Dios, sobre la cual está posada la Nueva Jerusalén, la morada metafísica de Dios entre los hombres (Ap 21,3).
Sobre el Tabor Jesús estaba preparando el corazón de sus primeros Apóstoles, para hacerles comprender el primer llamado en aquel tiempo (Mc 9,2-8); luego, a lo largo del tiempo, el llamado último que se habría cumplido en este Monte (Sal 42,3). Jesús sobre el Tabor ha santificado los corazones de sus primeros Amigos, uniéndolos totalmente a su Corazón, para que dieran testimonio de la plenitud del Hijo de Dios (Lc 9,28-36). Ahora serán los Apóstoles de los últimos tiempos, estos tiempos, a cantar las alabanzas al Altísimo (Sal 91,2) en este Monte (Is 2,2): un canto que subirá más y más alto en el Cielo y que más y más se oirá en tierra.
Una ciudad puesta sobre el monte no puede no verse. No puede la Ciudad (Ap 21,23) situada sobre el Monte de Dios (Ez 40,2) quedarse en la sombra, porque llamada a donar Luz (Mt 5,15; 2Cor 4,6), Cristo Luz (Jn 1,9): aquella Luz que el mundo ha intentado apagar (Jn 3,19), pero que el Padre ha mantenido encendida, para hacerla ahora brillar en el corazón de los verdaderos cristianos (Jn 1,12) y de quien está animado por la buena voluntad (Lc 2,14).