Dios induce sus hijos en tentación para hacerlos más fuertes y hacerlos vencer
Dios induce sus hijos en tentación para hacerlos más fuertes y hacerlos vencer
(Borrador)
Cristo Señor es Dios, Uno y Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y como Dios Uno y Trino, el Señor induce, conduce y acompaña a sus hijos y hermanos (Mt 4,1) a vencer toda prueba, a vencer sobre toda cosa, a vencer toda tentación para luego renacer, a fin de que los hijos, revestidos de la victoria de Dios sobre el mundo, venzan otra vez (Ap 6,2) sobre todo lo que cotidianamente el mundo ofrece y suministra para halagar los corazones.
Cristo Señor es el Árbol de la Vida (Ap 2,7; 22, 2.14.19). Él es el conocimiento y la sapiencia, que infunde en el corazón de cada hijo el amor, la paz, la santidad y la obediencia, lo que hace los corazones puros y santos, caritativos y veraces.
Estas son las armas para vencer contra el propio “yo” y alejar (Mt 4,10) así toda tentación que el tentador cotidianamente tiende a cada hombre y mujer. Sólo permaneciendo íntegros y firme en a fe (Hch 14,22) se vence contra aquel que tienta. Sólo quien logrará mantenerse irreprensible en la voluntad de ofrecer y sufrir para vencer, sin llegar a compromisos u a tratos con el enemigo de Dios, logrará mantenerse íntegro, no caer, para poder así llegar a ser instrumento en las manos de Dios, y ser ejemplo para quien todavía tiene que crecer en la fe y robustecerse en el espíritu y en el corazón.
Dos son las armas esenciales para vencer toda tentación: la oración y la unión fraternal. En la oración estamos en comunión con Dios (Sal 65,19). En la fraternidad (Hch 2,42) toda petición de ayuda llega a ser un arma de más para poder levantar barreras contra el enemigo de Dios. La unión hace la fuerza; y de la fuerza humana se llega a la santidad, que tiene que reinar en el corazón de cada hijo de Dios y de cada hombre y mujer animados por la buena voluntad y por los buenos propósitos: lo de no caer en tentación; lo de reconocer en Jesús la Verdad (Jn 8,32); y lo de querer abrazar la Verdad como muchos niños abrazan al Maestro (Mt 19,14), para ser instruidos, para poder crecer, humana y divinamente, llegando a ser así listos y santos. Al hacerlo se podrá mirar el mundo de una prospectiva distinta, deseando cada día llegar a ser más y más santos: verdaderos hombres y verdaderos cristianos.
Para vencer la tentación, con la oración y la unión fraternal, se necesitan empeño (Sir 11,20; 2P 1,5) y voluntad (Jn 4,34). A veces se podrá caer, a veces se permanecerá firmes. Sin embargo, en el momento de la caída, cada uno debe alejar con todas las propias fuerzas el desánimo del corazón porque es precisamente en aquel momento que el enemigo de Dios intentará con fuerza a aplastar definitivamente quien ha caído. En aquel mismo momento los hijos de Dios están llamados a estar animados de los mismos sentimientos que fueron y que son de Jesús (Flp 2,5): amor, paz, fraternidad, obediencia y santidad, a fin de que quien ha caído pueda prontamente volver a levantarse (Sal 145,8), levantando los ojos al Cielo y pidiendo el perdón y la ayuda de Jesús, para poder ser, así, aún más fuertes, para no caer más en la tentación sino alejar con aún mayor vigor las pruebas futuras.
Al hacerlo, prueba tras prueba, cada uno vencerá cada batalla, para luego vencer la guerra, aquella guerra que el enemigo de Dios cotidianamente combate contra quien pertenece a Dios. Conociendo las debilidades del hombre, el tentador ofrece toda adulación, para tentar, tomar el hombre y sofocarlo. Es en aquellos momentos que hay que invocar con constancia y perseverancia a Jesús (Sal 144,14), aquel que es oxígeno por el alma del hombre, aquel que es el justo amparo donde el corazón encuentra consuelo y alivio.
Esta es también la incesante y materna intercesión de María, la eterna Mozuela (Lc 1,27b) y la Madre universal (Lc 1,31), aquella que cotidianamente desempeña su acción con materno cuidado sobre cada hijo que necesita calor y tibieza, para alejar el frío y el hielo del tentador, que quisiera envolver el alma haciéndola insensible al calor del Espíritu Santo. María, templo del Espíritu Santo (Is 7,14), con su acción materna hace el alma límpida delante de Dios, calentándola con su amor y candor.
Aquel candor y tibieza que está en la Pequeña Cuna del Niño Jesús, donde el Espíritu de María está vivo y la flama del Amor del Padre siempre está encendida (Ex 3,2; Is 10,17).
Cualquiera desee calentarse y fortalecerse huyendo del hielo del mundo para encontrar alivio (2Ts 1,7) y refugiarse en el calor de Dios, venga en la Nueva Jerusalén, donde Dios dona tibieza y calor y acoge a todos con amor. Y en el particular instante en el cual, delante del Tabernáculo viviente (Ap 21,23) uno se abandona de verdad a su voluntad de Padre, de Hijo y de Espíritu Santo lo corazones triunfan, rencontrándose fortalecidos y santos (1P 1,16).