La Pequeña Cuna del Niño Jesús es la Morada de Dios en esta Tierra (Ap 21,2). Y en la Cuna de Amor el Hijo de Dios manifiesta su Espíritu de verdadero Juez y de verdadero Rey (Mt 25,34). El Unigénito Espíritu hace las acciones que el Padre manda y actúa para completar, para aunar en el nombre de Aquel que es su eterno pueblo, que flameará la bandera de Cristo victorioso para hacer que entren en su Reino sus salvados, sus amigos, aquellos que quieren vivir en el Reino que Dios Padre Todopoderoso armoniza con su presencia de Padre, de Hijo y de Espíritu Santo y que deleita con el Amor de María, Madre de Dios y Madre Universal.
Del Corazón Inmaculado de María brotan leche y miel (CC 4,11) para cada hijo que en la Tierra de Amor quiere crecer y vivir, ser para hacer que todos sean en el único Hijo de Dios.
He aquí los llamados de la Pequeña Cuna del último tiempo de la salvación de la humanidad. Todo lo que se ha dicho se cumple. Los hijos de Dios, siguiendo el ejemplo del unigénito Hijo, obedecen a la voluntad del Padre para hacer su voluntad (Mt 6,10).
He aquí la amistad santa que ata el Hijo a los hijos: amigos y no siervos (Jn 15,15). Y en aquella amistad está el servicio santo a la Madre Iglesia, para que dé fruto y santidad, para que la santidad traspase toda frontera humana y espiritual, para hacer que el mundo vea y, quien lo quiere, se arrepiente.
Está escrito que quien pone mano al arado no debe mirar hacia atrás (Lc 9,62). Cristo es el Arado. Sus hijos son los obreros de su Viña (Mt 20,1). Cristo es el Arado que rasguñará todo terreno árido, para romper cada terrón duro y hacer que se convierta en terreno fértil donde sus obreros puedan sembrar y la semilla llegar en lo profundo del corazón y plantar raíces. Y para que la semilla esté a salvo, hay que regarlo con el Amor y la santidad, con acciones buenas y pensamientos santos, con la fe y la confianza en el Hijo de Dios. Al hacerlo, aquella semilla da fruto no al diez, no al veinte, sino al ciento (Lc 8,15), porque nutrido por Amor de Jesús y por Amor de María, Eterna Mozuela, Árbol frondoso de la cristiandad. María, Aquella que ha donado al mundo el Cristo, para poder salvar cada hijo (Gn 3,15).
La Pequeña Cuna es el terreno fértil de Dios, que el Padre ha levantado a Sagrario del mundo, que se contrapone a la aridez espiritual de un mundo y de una iglesia derribada por el Guerrero de Dios (Ap 18,21): un patio de la iglesia, que antes era y que ahora no es más (Ap 18,2), que ha negociado los valores imperecederos y eternos de Jesús por valores pasajeros, efímeros e insignificantes, que ha canjeado el Amor sustancial, que es el Amor de Jesús, por un amor aparente e insignificante.
En una casa la apariencia se está desmoronando. La imagen del nuevo becerro de oro nuevamente se hace trizas (Os 8,6). Quien mira con los ojos del espíritu ya ve aquellos que se huyen, ya siente los gritos y los lamentos (Ap 18,4). Y pronto también el mundo verá y oirá. Pero ay de la nostalgia. Ay de aquellos que llorarán por todos aquellos que, habiendo mirado hacia atrás, no son aptos para el reino de Dios (Lc 9, 60-62).
En la Pequeña Cuna el Amor de Dios llena los corazones y se hace sustancia y esencia en aquellos que quieren abrevarse del Amor de Cristo (Rm 8,35), de su gratitud y de su sentimiento de Amigo y Hermano.
En la Pequeña Cuna Cristo, Rey de la Vida (Jn 1,4; Ap 1,5), se dona a todos aquellos que, revistiéndose de la Luz, de la Luz nueva (Jn 1,9), quieren brillar para ser lámparas, para ser llamas, para poder estar en Cristo, con Cristo y por Cristo (Jn 1,12), a fin de que María con la alegría viva en el corazón pueda sentirse arder por haber salvado a sus hijos (Lc 1,49).