Revelación de Jesús a María G. Norcia
1 de Enero de 1988

Catequesis de Jesús

Hija mía,
Hoy quiero hablarte de aquellos que experimentan la tentación del desánimo y de la decepción, y bajo Mi guía, la transforman en esperanza; y de aquellos que vacilan y, encontrando este camino demasiado difícil, se pierden.

Cuando llamo a formar parte de Mi plan divino, el campo en el cual hay que trabajar ya no es el mundo, sino Mi viña. Todos sienten que esta es la verdad y sienten turbación por esto, aunque misteriosamente unido a una gran confianza.

Mis primeros Apóstoles, gente sencilla, por lo mayor ignorantes, pecadores, han llegado a traicionarme y todavía les he transformado en colaboradores fieles, en anunciadores de Mi Evangelio hasta el martirio.

También los nuevos Apóstoles junto al llamado, ya poseen la semilla de la realidad ideal que tienen que alcanzar.
Ellos al comienzo entran en la nueva vida con mucho entusiasmo sostenido por lo extraordinario de los hechos que les ocurren, por las nuevas experiencias alrededor de ellos y dentro de ellos.
Descubren así la evidencia de la obra de Mi Espíritu en ellos y en aquellos que les rodean, Mi presencia casi tangible, y sienten el alegre estupor por la facilidad de la oración, el amor por las Sagradas Escrituras, el maravilloso brotar del canto, el sostén de las profecías.

Pero después de un cierto tiempo se encuentran enfrentándose con la cotidianidad, que redimensiona todo lo extraordinario, cuando no llega incluso a destruirlo, y enfriando los entusiasmos, puede llegar a apagar al fervor y a quitar la fidelidad.

Muchas veces son tentados a decir: nos vamos, y a traicionar así a aquel Mío llamado particular.

Pedro, en el momento del llamado, ha tenido que dejar su vida de pescador, donde tenía muy bien éxito y que le daba satisfacción y sustento; ha tenido que dejar a la familia para seguir a Mi que nunca me detenía en algún lugar; ha tenido que dejar todo lo que habría podido impedirle seguir totalmente a Mi.
No pudo añadirMe a las cosas que ya tenía: y éste fue penoso para Él, pero le fue fácil superar en el entusiasmo de la vida nueva que le proponía.

Pues bien, todos cuando son llamados tienen que dejar algo, quien más quien menos. Por lo menos tienen que cambiar la calidad de su participación al plan divino.

Tienen que dejar la tranquilidad a quien viene en este Lugar Santo sólo para alabar, para estar con los hermanos, para rezar juntos, para experimentar todos los dones del Espíritu, sin vigilar, sin tener que ver todas las desafinaciones que siempre existen y sobre todo sin tener que asumirse la responsabilidad para ellas.

Tienen que aceptar venir aquí no más para tomar solamente, sino para dar y enseñar a dar con el propio ejemplo.

Este no siempre es fácil y puede ser superable si uno es generoso.

Pedro tuvo una prueba más dolorosa. Yo no era como él Me había imaginado y como habría querido.
Era demasiado apacible, demasiado servicial, llegaba a lavar los pies a mis Apóstoles, acogía a todos: samaritanos, mujeres, pecadores de todo tipo.

Pues bien, también los hermanos que vienen para honrar en Mi Cuna no son propiamente como uno se espera que sean, pero en general, lo que en los otros incordia y molesta es algo que está dentro de ellos. Es más fácil perdonar lo del cual uno está destacado. Si no hay espíritu de predominio, no se siente fastidio por alguien otro que intente prevalecer. Y así, si no se sienten sentimientos de celosía, no se está afectados por la celosía de los otros.

Las relaciones entre los hermanos de la Jerusalén tienen que ser diferentes de los que viven la vida del mundo, sin celosías, rivalidades, resentimientos.
De lo contrario, yo guardo silencio, como si hubiera olvidado a cuál ideal les había llamado.

Pedro tuvo la más grande prueba, la más insostenible, cuando acepté morir sin ser defendido ni siquiera por Mis Apóstoles. Fue entonces que Me renegó, más veces.

Pues bien, se les ocurre a muchos sentirse ignorados, no comprendidos, no escuchados por Mi que guardo silencio. Ellos sienten la experiencia de su impotencia, de sus caídas y Yo parezco indiferente: después de muchos carismas donados parece que no les ayude más y es como si Yo eligiera otra vez morir.

En realidad son ellos que tienen que aceptar morir a ellos mismos y es la prueba más dolorosa, la que pudiera empujarles a renegar de su Dios. Hasta que no dejarán de medir las cosa (los sucesos y los malogros, éste está bien y éste está mal) con la medida del mundo; hasta que expresarán juicios, hasta que tendrán la pretensión de trabajar en Mi Viña, sin acoger Mi Misterio insondable, corren el riesgo de traicionar a Mi persona.

Pero en Mi infinita Misericordia hago todo volcar al bien de aquellos que Me aman: nada puede separarlos de Mi y la prueba se convierte sólo en un pasaje providencial hacia la liberación interior, si la aceptan en la humildad, en el perdón, en el amor.

Las pruebas entonces son un poco la puerta estrecha, a través de la cual no pueden pasar, hasta que no dejen caer los grandes fardeles que llevan consigo: son como el valle oscuro, la noche en la cual caminan, seguros porque están sostenidos por Mi en el Espíritu Santo, que hace germinar, crecer y fructificar aquella semilla que he puesto en su llamado.

Para poder superar cualquier prueba hay dos medios indispensables: la oración y la unión fraternal.

Para la oración, hay que alimentar sin parar la vida interior, manteniendo el contacto con Mi morada silenciosa que he establecido en cada corazón.

Cuando se continúa haciendo algo para los otros, dedicándose a ellos, se corre el riego de ser atacados al prestigio y a los privilegios que derivan de esto y se vive superficialmente.
Es más fácil entonces oír la voz del mundo, sus adulaciones, sus engaños, sus tentaciones que no la voz del Espíritu que les guía hacia las profundidades de ellos mismos.

Entonces, cuanto más se llega a ser personas de responsabilidad, cuanto más hay que llegar a ser personas de contemplación. Sólo en la oración incesante podrán ser capaces de acoger en la vida de todos los días el Misterio Divino que trastorna todos los pensamientos, que quema todas las ilusiones y hace arder de esperanza.

Otro medio eficaz es la unión con los hermanos y con María, Madre Mía y vuestra, clave del Misterio de nuestra vida y del Misterio de Mi vida en vosotros.

Considerad la experiencia de Pedro y confrontadla con la de Judas. Ambos habían sido llamados por Mi y Me habían amado y seguido, y ambos Me han traicionado. Pero Pedro se ha quedado con los hermanos, rezando con ellos, alrededor de María; ha logrado llorar sobre la propia traición, ha creído en Mi amor y en Mi perdón y se ha salvado.
Judas, en cambio, se ha ido. En el momento de la prueba ha estado con gente que no Me seguía y no podía entenderlo en su angustia: así se ha quedado solo, sin posibilidad de esperanza y se ha perdido.
Pedro, aunque en la prueba, ha mantenido la esperanza y ha llegado a ser la roca, el fundamento de la Iglesia naciente, como estaba en mis planes, porque yo soy fiel y no retiro Mi llamado, sino que ayudo aquellos que esperan a salir de los báratros donde caen.

Sólo así pueden darse cuenta de que los hermanos tienen la necesidad de un punto de referencia; de una seguridad, de personas que confirmen, sostengan, impulsen, guíen y les ayuden a llegar a ser libres, sintiendo en la autoridad de los responsables Mi autoridad, que es sobre todo ayuda para crecer.

Servir a los hermanos, no servirse de ellos.
Tienen que ser como piedras vivas, como roca, no como cañas que tiemblan a cualquier viento del mundo. Tienen que ser personas que, a la solicitud de amor por parte de los hermanos, puedan contestar: Sí, te Amo Señor, sí, te amo hermano.

A alguien este camino le parece imposible.
Pero si de verdad han aceptado el Misterio Divino, el don de Mi Espíritu en su vida, este será fuente continua de estupor y de cruz, de alegría y de alabanza, de resurrección y de esperanza. Lo imposible entonces llega a ser simplemente su camino.

Me sean agradecidos por la responsabilidad a la cual les he llamado porque Yo les haga vivir esta responsabilidad, no como una posesión afanosa para defender, no como una preocupación o como algo que pueda tomarse a la ligera, sino como Mi don.

Y no se olviden de que los dones divinos no son sólo para ellos mismos, sino para los otros: son para la edificación de Mi Reino. Vivan, entonces, este don en la libertad y en la fidelidad, en la certeza de que de una manera que yo sé, y que a menudo no comprenden, Yo actúo a través de ellos porque Mi palabra no vuelve a Mi sin haber dado sus frutos.

Yo llamo a todos.
Llamo a alguien a ser lámpara de Mi Luz, puesta en alto, bien a la vista, para iluminar el camino. Y llamo a otros a crecer como planta frondosa, a cuya sombra pueda descansar el peregrino.

Llamo a alguien a ser como la sal que desaparece, que parece que no esté más, pero que da sabor a la masa. Y llamo a otros a ser como la levadura que se diluye y ella también desaparece, pero que da fermento y hace crecer la masa.

En cualquier caso se encuentren, permanezcan humildes y alegres, y alaben, y rendan gracias, porque lo que cuenta es Mi llamado, que casa su “Sí” y da los frutos, no las apariencias.

Os bendigo                
Jesús,

Giuseppina Norcia