La Pascua de Resurrección
de los hijos de la Nueva Jerusalén

En la Tierra de Amor elegida por el Padre para todos Sus hijos no hay espacio para la muerte y para todos aquellos que a ella han donado todos sus mismos, consagrando su corazón a lo que es oscuridad e iniquidad. Todos aquellos que llegan a la Nueva Jerusalén se donan totalmente a la vida, humana y terrenal; y sobre todo eterna (Jn 5,24). Vida terrenal, en cuanto hijos de esta Tierra. Vida Eterna, en cuanto hijos del Corazón del Padre.

En la Tierra de Amor que el Padre ha elegido por esta humanidad late Su Corazón, el Corazón del Dios Niño que, pulsando, dona la vida, eterna Vida (Jn 3,16; 3,36a; 17,3; 1Jn 2,25; 5,11). Todo latido Suyo es oxigeno para el corazón de los hijos. La linfa corre en el corazón de quien, uniéndose al Corazón del Padre, quiere llevar a cumplimiento el Proyecto de Salvación (Is 25,9; 45,17; 46,13;52,7; 56,1; Hb 9,28; 1P 1,3-5; Ap 12,10) querido por el Padre por esta humanidad, el recurrido, el “itinerario”, como Jesús ha revelado a María Giuseppina Norcia anunciándoLe Su regreso (Mt 24,44; Lc 12,40; Jn 14,16-18) en la Nueva Jerusalén (Ap 21,2): un itinerario que se concluirá con la victoria de los hijos de Dios (Is 51,5; 1Cor 15,51-57; 1Jn 5,4), así como ha sido, es y siempre será.

El Padre en la historia ha mandado a Su Hijo una primera vez: Jesús, el Cordero inmolado (Jn 1,29.36; 1P 1,18-19) que, sacrificándose humanamente, ha dado la vida espiritualmente a todos, dando y concediendo la posibilidad de salvación a cuantos en Él habrían creído y seguido perseverando en Su Nombre (Hch 4,12).

En esta Tierra de Amor nuevamente el Padre ha hecho bajar del Cielo (Mt 26,64; Mc 14,62; Hch 1,11) una Parte de Su Corazón. Nuevamente el Cordero de Dios (Ap 5,6; 7,10; 17,14) ha llegado para vencer, no más para sucumbir sino para vencer y hacer que el último cumplimiento lleve eternamente bienestar y vitalidad a la humanidad redimida por Su infinito Amor. Éste es lo que la humanidad no ha comprendido, no comprende y no quiere comprender. Dios es Espíritu. Dios es Verdad. Dios es Vida. Por esto Jesús dijo: «Créeme, llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y en Verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es Espíritu, y los que adoran, deben adorar en Espíritu y Verdad» (Jn 4,23-24). «Ni en este monte, ni en Jerusalén». (Jn 4,21), dijo entonces Jesús. Porque todo se habría cumplido sobre otro monte, Santo Monte, la Nueva Jerusalén (Ap 21,2), donde los hijos adorarán al Padre en Espíritu y Verdad, que en el Dios Niño es.

He aquí la verdadera purificación. He aquí la Pascua de los hijos de Dios, la verdadera metamorfosis que hace ser nuevos cristianos, renovados en el único Amor, que vence y vencerá al maligno y a todo lo que es mal. «No tentarás al Señor tu Dios», está escrito (Mt 4,7). Nadie puede desafiar a Dios. Nadie puede declarar la guerra a Dios. Cuando la guerra es declarada, con dedicación y fe espiritualmente se combate para vencer. Éste es lo que en la Tierra de Amor el Padre infunde en el corazón de Sus hijos fieles, que están dispuestos a todo tal de defender a Cristo y a Su Sacrificio salvador de los ataques de quien Lo ha malvendido y Lo ha nuevamente traicionado. He aquí la guerra declarada contra Dios y contra Su Espíritu por parte de quien ha traicionado a Cristo en el profundo. Y nadie puede permanecer tibio (Ap 3,16) o indiferente con respeto a todo lo que está pasando, ni dar la espalda frente al más formidable ataque que satán ha lanzado contra la cristiandad.

En esta batalla el Padre nunca abandonará a Sus hijos sino los acompaña, vela y siempre les protegerá. Quien ha traicionado al Padre sucumbe y sucumbirá. La casa que ha dado la espalda a la voluntad del Padre y al Sacrificio del Hijo se desmorona y se desmoronará. Y todo poder a ella atribuido será retirado por el Padre en la totalidad; y sin el poder encomendadle por el Cielo todo caerá (Ap 18,7b-8; 21-24),

En aquel tiempo el Hijo de Dios ha venido sobre la Tierra diciendo que Su Reino no era de este mundo (Jn 18,36). Aquella casa, que habría debido permanecer en perfecta sintonía con Su Espíritu, habría tenido que declarar cotidianamente todo esto. Pero fornicando con los poderes humanos (Ap 17,2) aquella casa ha perdido el Camino queriendo ser dueña de este mundo, olvidandoy traicionado el Cielo.

Este mundo se conquista con el Amor, con el ejemplo y encauzando a las gentes para aspirar al Cielo, único y verdadero “Bien Común” para cada cristiano y para todos los hombres y las mujeres de buena voluntad que miran al Cielo para amarLo y vivirLo.

He aquí que las palabras escritas en el Libro de la Revelación se cumplen y se cumplirán. Aquella mujer (Ap 17), sentada sobre una bestia escarlata (Ap 17,3b), sentada sobre la ciudad de las siete colinas (Ap 17,9) vestida de púrpura y escarlata (Ap 17,4), que de pura se ha hecho impura, madre de todas las rameras y de las abominaciones de la tierra (Ap 17,5) no más madre sino madrastra y verdugo de los hijos de Dios, siendo ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los mártires de Jesús (Ap 17,6a), caerá y no más será. «Todo te será quitado. Serás despojada de tus vestidos y tu desnudez será vista y despreciada». Éste es lo que está escrito y lo que es, por voluntad del Padre, ahora se cumple y se cumplirá (Ez 16,35-39; cf. Is 47; cf. Ap 17;18).

He aquí la armada de María, la Inmaculada del Espíritu Santo. He aquí las milicias celestiales encabezadas por San Miguel Arcángel que vencen este mundo para dar testimonio al Verbo encarnado que hará flamear la bandera de Cristo victorioso, por María, con María y en María.

He aquí que la humanidad es renovada y cubierta de la infinita gracia maternal. He aquí la acción del Padre que avanza, a pesar de muchos que no quisieran la batalla, a pesar de los descontentos de este mundo. En este Día Solemne y Santo de Resurrección, el Padre infunde Su Espíritu en el corazón de Sus hijos, el Espíritu de la victoria, el Espíritu combatiente y vivo que declara siempre y cada vez más la única Verdad: la universalidad de Su mensaje. Cristo Jesús ha combatido el mundo, cotidianamente, encontrándose delante de cuantos lo acusaban, por haber cumplido ahora una cosa, ahora otra; pero habiendo hecho, en realidad, sólo el bien y llevando el orden y la santidad, para orientar todos a volver sobre el Camino maestro, que Él mismo encarnaba (Jn 14,6). Ya entonces, para volver sobre aquel Camino, hacía falta despojarse de sí mismos, volviendo a poner orden en la propia vida y en la propia cotidianidad (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23), sin seguir saqueando el Espíritu, lo que pertenecía y pertenece al Padre Todopoderoso. Jesús ha combatido aquellos sacerdotes, su hipocresía, su falsedad, sin nunca retroceder o faltar (Mt 23).

Éste es el recurrido emprendido por los hijos de Dios que en la Nueva Jerusalén, a pesar de las adversidades, tienen delante de sí el único objetivo para alcanzar: manifestar al mundo la omnipotencia de Dios (Ap 1,8; 15,2-4). En este tiempo la humanidad verá cosas que nunca habrá visto. Inexplicables por la mente humana porque debidas a la Justicia del Padre. Y la Misericordiosa Justicia del Padre se aplica con meticulosidad y determinación. No con la determinación que el mundo conoce, actuando con maldad, sino poniendo en práctica Su Misericordiosa Justicia, que el Padre debe a cuantos a Él han permanecido fieles.

La humanidad comprenderá, porque no comprendió antes, las Palabras escritas en Libro de los Libros. No una leyenda sino lo que ha pasado nuevamente pasará, porque el Padre mantiene las promesas hechas. Y delante de Su Omnipotencia muchos corazones y muchas casas se derretirán como nieve al sol, se desmoronarán y no más serán.

Esta es la Pascua de los hijos de Dios, que hará ver al mundo entero “aquella Cruz que ilumina el mundo”, como María Santísima ha revelado a la Mozuela de Dios en esta Tierra de Amor: no Cruz de muerte sino la Cruz de Resurrección, porque esta Madre Tierra pisoteada por muchos resurge para manifestar la Luz de Cristo, que en la Nueva Jerusalén ha bajado, en la Nueva Jerusalén ha nacido (Ap 12,5), no para morir nuevamente sino para hacer vivir todos por la eternidad (Jn 10,10b).