El Bautismo de luz de los hijos de Cristo

En la Nueva Jerusalén el Espíritu está vivo. En esta humilde Tierra de Amor el único Bien primario es Dios. El mundo no vive el Espíritu de Cristo y ahora como entonces el mundo está atareado en lo que no es Dios y de Dios (Jn 1,11). En la Nueva Jerusalén está la Pila del Espíritu Santo donde todos están invitados a sumirse, en un bautismo de conversión y de purificación, de Espíritu Santo y Fuego, para poder renacer de lo Alto y revestirse nuevamente de la Luz del Niño Jesús, que nuevamente ha bajado del Cielo (Hch 1,11) para llevar todos a vivir el Misterio de Cristo, Camino, Verdad y Vida.

Este Jesús prometió a María Giuseppina Norcia, la humilde sierva de Dios, la mozuela que ha sabido encerrar en el propio Corazón puro el único Amor que salva, haciendo de aquel Amor, Cristo Amor, el Verbo hecho carne (Jn 1,14), el Pan vivo bajado del Cielo, un don precioso para partir y compartir a fin de que se multiplicara en muchos (cf. Jn 6,5-13).

La humanidad no logra comprender el Misterio de Dios porque no quiere comprender, perdiéndose en muchos razonamientos humanos que van más allá del corazón y del Espíritu. Muchos quisieran comprender todo con la propia lógica humana, llegando a negar la evidencia, que los lleva a ir incluso contra sí mismos. Por otros lo que cuenta es querer ser o permanecer por encima de todos y hacer nuevamente esclavos aquellos que quieren comprender a la luz del Espíritu. Esta humanidad ha vuelto a caer hacia abajo. No ha renacido en Cristo, sino continuamente muere. Por esto no logra comprender “la” Navidad de Cristo, en la esencia y en la sustancia; y así no logra comprender la esencia de la propia Navidad en Cristo, el Bautismo: venir a la luz en Aquel que es Luz (Jn 12,36a) para recibir la Luz (Is 60,1), que ilumina el mundo, que aclara y hace libres. Libres de vivir aunque estando en el mundo pero no viviendo los halagos del mundo (Dn 11,32), para no perderse en ellos sino rencontrarse en aquel lazo de amor que hace permanecer unidos al Redentor (Jn 1,29) y a la Corredentora, María (Lc 1,49), Aquella que es Madre, Reina y Esposa.

Este es el Bautismo de Luz de los hijos de Dios: renacer de lo Alto (Jn 3,7), en el Espíritu de Cristo Luz (2Cor 4,6), para tomar parte, vivir la comunión de corazón, alma y espíritu con Aquel que es Camino, Verdad y Vida (Jn 14,6).

Grandes han sido aquellos que, a lo largo del tiempo, han querido mantener viva en el corazón la única enseñanza del Hermano Jesús: ama a tu prójimo como a ti mismo (Jn 15,12). Esta es la enseñanza para ser verdaderos adoradores de Dios en Espíritu y Verdad (Jn 4,23), para ser agentes de paz y ser llamados hijos de Dios (Mt 5,9), para luego, así, lograr perdonar y conducir una vida recta y santa, sin malvender la primogenitura (Gen 25,34), la propia dignidad, sino manteniendo vivo aquel orgullo santo que corresponde a los hijos de Dios, a quien en el bautismo (Rom 6,4) llega a ser “hijo” en el Hijo (Jn 1,12). Por esto los hijos de Dios son atacados, escarnecidos, alejados, porque tienen en el corazón y en el propio ser el sello del Dios viviente, que hace los otros estar avergonzados por la conducta de su vida.

Los hijos de Dios están llamados a ser rectos y veraces, santos y obedientes, puros y humildes (Mt 5,48). Esta es la diferencia de quien cotidianamente se esfuerza, con corazón y voluntad, para ser de Cristo, por Cristo y con Cristo, con respecto a quien vive el mundo, su espíritu y sus halagos.

He aquí las lámparas, puestas en el centro para iluminar (Gen 1,17). De esta Pequeña Cuna la Flama ardiente del Padre ilumina los corazones que aquí llegan, sacan y llevan consigo aquella chispa que les conduce por las calles del mundo. Pocas ahora son las chispas con respecto a la oscuridad del mundo. Pero estas chispas darán frutos santos que irradiarán las calles para alejar la oscuridad, alejar las tinieblas y hacer ver al mundo aquella Cruz que ilumina el mundo (Lc 2,32), aquella Cruz de luz y de fuego, que por muchos será visible y será amada; por otros será pesada y nuevamente aplastante.

Éste es lo que el Padre Bueno y Santo, Misericordioso y Justo ha prometido a aquellos que han elegido llegar a ser Sus “hijos” haciéndose bautizar en el Hijo (1Jn 3,1a). Dios Padre Todopoderoso hará renacer en el corazón de cada cristiano que se ha mantenido unido a Cristo la gana de reconocerse en la única identidad cristiana, que en esta Tierra de Amor jamás se malvenderá. Y el Padre en Su omnipotencia hará bajar Su brazo sobre quien en Su Nombre aplasta Sus hijos manifestando Su Justicia (Sal 93,1).

En esta Tierra, en esta segunda y última gruta de la cristiandad (cf. Lc 2,12), se cumple la salvación, esperada (Sal 118,81), proclamada y acogida por muchos. En esta Pequeña Cuna, lavacro de las almas (Tit 3,5), la Misericordia del Padre está viva y abraza todos aquellos que quieren renacer en el Bautismo (Mc 10,38) de Espíritu Santo y Fuego, en Cristo, con Cristo y por Cristo (Mt 3,11).

En este día, unidos a Tu Corazón de Padre, a Ti dirigimos nuestra oración, a fin de que sea acogida y pueda marcar el renacimiento, el nuevo bautismo de conversión y purificación (1P 3,21) para todos aquellos que en Tu Hijo creen y quieren vencer: «Todo por Ti, Padre, para que el mundo vea y se arrepienta. Da fuerza a tus hijos. Sigue iluminándolos con Tu Luz (Jn 8,12) a fin de que puedan manifestar Tu santidad. Y esta santidad sea cada vez más comprendida, amada y compartida, para que pueda ser para todos el baluarte de Tu identidad».