La fuerza de la oración

Jesús es el único Maestro, el único Salvador del mundo nuevamente bajado en la Tierra de Amor para cumplir la voluntad del Padre. En la Nueva Jerusalén está la Pila llena del Espíritu del Padre que, ahora como entonces, sigue pescando y salvando almas, para seguir llevando a cumplimiento la obra encomendada a la Iglesia de Cristo (Mt 16,16).

Para atraer más y más almas es necesario el anzuelo justo, que es la oración y la unión fraternal (Flp 1,19): palabras de vida y de santidad, palabras que están contracorriente de todo lo que en el mundo se dice y se vive (Jn 7,7).

Aún más hoy, clara y total es la contraposición entre las palabras de Jesús y las palabras del mundo (Jn 8,26); entre la Obra de Jesús y la obra del mundo (Jn 9,39). En la Obra de Jesús está el encomendamiento total al Padre que todo ve, todo conoce y todo pone a disposición de sus hijos cuanto más vivo es y será el abandono filial a la voluntad del Padre (Jn 12,46), con respecto a un mundo que ya no tiene ni confianza, ni futuro ni concienciación en Dios sino confianza sólo y únicamente en un nuevo humanismo que re-pone en el centro al hombre y a su ineptitud, descartando al Hombre-Dios Jesús y sus enseñanzas, su Amor (Jn 15,18).

De esta manera, mientras el mundo más y más experimenta y cae en el báratro, en la Pequeña Cuna del Niño Jesús la Luz más y más avanza y colmará los corazones, despertará las consciencias y hará que los corazones, muchos corazones, saquen del agua de la Fuente de la vida (Ap 21,6). He aquí la Nueva Jerusalén (Ap 21,2) Pila del Espíritu Santo, el nuevo mar de Dios donde los nuevos peces pueden nadar y nutrirse, libres y alegres.

Esta es la voluntad del Padre, que en la oración del Hijo todo puede y todo hace (Jn 11,41). Cada hijo tiene que estar agradecido con el Padre a fin de que el Padre colme aquel hijo de su infinita gracia. He aquí la oración viva y constante hecha con corazón sincero y generosidad de alma, a fin de que aquellas pronunciadas no sean palabras vacías, sino que sean palabras llenas de confianza y de abandono al pensamiento del Padre (Mt 7,21), como nos ha enseñado la Mozuela de Dios: “Padre, haz de mi lo que te agrada”. Esta oración suya, síntesis de su vida, representa lo que cada hijo tiene que pedirle al Padre, para ponerse en la justa predisposición de corazón, de alma y de voluntad (Jn 6,40), a fin de que en la realidad, en la cotidianidad, cada hijo pueda poner en práctica la voluntad del Padre, encarnarla y santificarla con el propio ejemplo; a fin de que quienquiera vea pueda recibir aquel ejemplo santo que el Padre desea; a fin de que muchos más corazones puedan ser acercados y tocados por la sencillez que el buen cristiano tiene que saber poner en práctica.

Esta es la diferencia entre quien pone en práctica la oración orante en la acción cotidiana con respecto a quien reza con palabras vacías (Mt 6,7), buscando obtener la atención del Padre (Mt 6,5), casi obligando al Padre a actuar, a hacer o a intervenir, no según su voluntad de Padre sino según la propia voluntad humana.

La oración del “Padre Nuestro” (Mt 6,9-13) es el punto focal de la vida de cada cristiano; es “la” oración viva y santa, que en estos tiempos duros y difíciles aún más indica a los cristianos la línea guía para practicar, para seguir practicando, a fin de que el único Padre que se manifiesta en el único Maestro y en el unigénito Espíritu, pueda manifestarse en la plenitud como único Creador y Salvador (Tt 2,13).

Jesús ha donado la oración del “Padre Nuestro” a los Apóstoles a fin de que aquellos primeros hermanos, a lo largo del tiempo, pudiesen ayudar a los otros a comprender las palabras que el Espíritu Santo dictó en aquel momento: palabras sencillas, profundas y santas, que tienen como significado primario aquel de pedirle al Padre, con corazón sincero, su viva vigilancia y su viva cercanía: a fin de que el corazón de los hijos pudiese abrirse a su voluntad de Padre y encarnarla en la practicidad de una vida santa, correcta y coherente; a fin de que la voluntad del Padre pudiese ser conocida y manifiesta; y para que los hijos pudiesen ponerse en las justas condiciones de amar al prójimo y amar al Padre (Mt 22, 37) en el prójimo, amarlo como a sí mismos (Mt 22,39), perdonarlo para ser perdonados, pero limitándose a dejar el juicio del perdón al Padre en la concienciación de que, delante de la negación de su Obra y de la negación del Espíritu Santo, el Padre no perdona (Mt 12,31-32). Por consiguiente, la voluntad de cada cristiano tiene que ser la de servir la voluntad del Padre para poderla poner en práctica cada día en la justa y santa sapiencia.