La manifestación de Cristo Señor,
verdadero Hombre y verdadero Dios

Jesús en la Epifanía se manifiesta al mundo. Y el Mundo podrá comprender a Jesús, verdadero Dios (1Jn 5,20), cuanto más sabrá comprender a Jesús, verdadero Hombre. Cuanto más se comprenderá el Amigo (Jn 15,15), el Hermano (Ef 4,12-13) y el Maestro (Mt 23,10), tanto más se podrá comprender Su humanidad unida a Su divinidad. En esta comprensión, aún más se podrá vivir Su Amor que cotidianamente acompaña y que cotidianamente dona Su viva cercanía, armas esenciales para vencer el mundo, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles, de los Santos y de los mártires, que han vencido el mundo revistiéndose de la gracia de Dios (1P 5,5), revistiéndose del Espíritu que es Vida: aquella vida que quien no abre el corazón nunca podrá comprender; quien no abre la mente nunca querrá comprender. Quien no se eleva y no hará elevar el propio espíritu, jamás podrá renacer de lo Alto (Jn 3,7).

Los hijos de Dios están llamados: a vencer con el Amor la indiferencia del mundo; a vencer con la voluntad espiritual la humanidad empedernida que cada vez más se aleja de Dios; a vencer con las armas de la fraternidad y de la paz el odio y el desamor, la guerra y la enemistad. Los hijos de Dios están llamados a reconducir todos a la esencia de la vida que es Cristo, que nunca nadie podrá cancelar, siendo Cristo hombre, pero Dios (Flp 2,6-7). Comprendiendo al Hombre, se comprenderá a Aquel que es Vida eterna (Jn 17,3).

Lo que se ha vivido en el pasado nuevamente ahora se vuelve a vivir. Nuevamente el Padre ha querido y quiere resanear Su Iglesia. Y esta obra de reconstrucción y refundación continua y continuará, comenzando por los fundamentos, por la Roca /Mt 7,25), que es Cristo, Su Espíritu, que en la Nueva Jerusalén ha bajado para ser nuevamente puesto en el centro, sobre el cual edificar el Cuerpo y así todos los miembros (1Cor 12,25).

Otra vez más, en esta Tierra de Amor, Navidad de Cristo, Jesús ha solicitado reconstruir Su Iglesia desde el interior de la universalidad cristiana, para no dispersar lo que ha sido, sino para profundizarlo y hacerlo amar, conocer, vivir, en la esencia y en la sustancia, en la humanidad y en la espiritualidad, porque Dios quiere animadores y adoradores en Espíritu y Verdad (Jn 4,23), amantes de Su Hijo, amantes de María, Suya y nuestra Madre.

Esta es la voluntad del Padre que nuevamente ha actuado con tiempo y en el tiempo, viendo, en su omnividencia el alejamiento de todo lo que era de Dios, que era Espíritu y que tal tenía que permanecer. En el Patio de una Casa, que antes era pero que ahora no es más, ya no se vive el Espíritu de Dios, el Amor hecho Persona, el Mandamiento de Jesús: ama a Dios y ama a tu prójimo (Mt 22,37-39). Ya no se vive Cristo y Su Palabra como único Bien primario; y ya no se vive el amor fraternal, sino un egoísmo desenfrenado y sin límites. En el tiempo se han construido iglesias, grandes catedrales, pero vacías del Espíritu Santo que tenía que ser contenido en ellas. Y otro espíritu no santo, impúdico, mundano, lujurioso y portador de todo pecado, ha tomado la delantera en muchos corazones de quien santo habría debido permanecer (Ap 18,2).

En el Corazón de la Nueva Jerusalén Jesús ha injertado Su Iglesia, aquella Iglesia naciente que habría nuevamente conducido los hijos a la salvación, la única salvación, para hacer nuevamente llegar a todos aquel Pan esencial que no aleja de Dios, que no mantiene las distancias entre los hijos y el Padre: Cristo (Jn 6,51), el Pan que el Padre dona para acercar a Sí los hijos, custodiarlos, amarlos, hacerlos sentir importantes, donándoles nuevamente aquella dignidad que cada príncipe debe tener.

Los hijos de Dios son príncipes (Sal 112,7-8), no súbditos para mantener en la ignorancia y ligados y subyugados por yugos pesados y cadenas robustas (Mt 23,4-7). En la Tierra de Amor el Padre ha donado a Sus hijos un solo lazo: aquel lazo de amor que, a través de María, ata los hijos al Hijo de Dios.

He aquí este único entrelazo de amor que da impulso a la Iglesia de Cristo, imperecedera y eterna (Mt 16,18). Nuevamente en la Nueva Jerusalén (Ap 21,2) se ha edificado una Iglesia material para hacer que todos puedan comprender la potencia de la Iglesia espiritual, aquel Barco (Hb 11,7) que conduce los hijos a la salvación, no en la apariencia sino por verdadera y santa verdad. En la Tierra de Amor el Padre tiende Su mano para hacer entrar cada hijo, para conducir cada hijo al conocimiento verdadero de Su esencia y de Su sustancia.

Éste es lo que en esta Iglesia más y más se vive y se vivirá, cuanto más la Navidad de Cristo será viva en cada corazón, siempre: no sólo un día, sino para poder nacer y renacer todos los días (Jn 3,4-6), abandonándose al Espíritu y dejarse revestir de Su Luz (Is 60,1).

Así se descubrirán y se comprenderán los tesoros del Cielo, que en la Nueva Jerusalén el Padre ha depositado, donde está la única clave que abre Su cofre, Su Corazón, donde todo está escrito y todo es (1Cor 2,16).