Paz con los hijos que aman a Jesús
bajado en la Nueva Jerusalén
Para todos aquellos que con amor y santidad viven y aman la palabra y el Amor de Jesús; para todos aquellos que siguen sus enseñanzas para hacer que su Amor llegue en el corazón de todos; para todos aquellos que quieren abrir el corazón a la Verdad, a Aquel que es, a Aquel que es Camino, Verdad y Vida (Jn 14,6): sea paz.
La Nueva Jerusalén (Ap 21,2) es el Rincón de Paraíso en Tierra en el cual el Padre ha puesto su Tienda (Ap 7,15), única y santa Tienda (Ap 15,5), signo de la Alianza entre el Padre, el Hijo y sus hijos, aquellos hijos que han querido entrar, penetrar, compenetrar en la Morada metafísica de Dios: la Nueva Jerusalén (Ap 21,3).
He aquí la gloria del Hijo de Dios que en la Nueva Jerusalén, la Tierra de Amor del Padre, está viva, más viva que nunca. He aquí la fiesta que en la Tierra de Amor más se acabará, porque eterna. He aquí que en la Nueva Jerusalén Cristo Señor acoge cada hijo en su gloria, haciendo saborear a cada corazón listo, dispuesto y predispuesto, la alegría de su Reino (Mc 11,10), aquel Reino que muchos han acogido, muchos desean y muchos quieren vivir.
He aquí el Reino vivo, puro y santo (Ap 19,6): el Reino que otros han descartado para vivir un reino humano (Ap 17,17), una humanidad árida del verdadero Amor, Cristo, el Amor hecho Persona (Jn 1,14).
En la Nueva Jerusalén total es el Amor de Cristo y vivo está el Amor del Padre; vivo está el Amor de Aquella que aquí ha dado vida a la Pequeña Cuna del Niño Jesús, a la Casa de Dios, para hacer descansar a Jesús sobre las oraciones de muchos que llegan en la Isla Blanca para poder vencer este mundo; para liberar cada corazón ligado al pecado, a fin de que el pecado pueda dejar espacio al infinito Amor del Padre, a la misericordia del Hijo y a la acción viva y santa del Espíritu, que purifica, santifica y rescata cada corazón listo para volver al juego, cada corazón que en la Nueva Jerusalén quiere volver a encontrar el entusiasmo, la armonía y la alegría de vivir, a fin de que la vida (Jn 10,10), don del Padre, pueda nuevamente volver a saborearse en todo su esplendor; pueda nuevamente ser acogida como único y eterno don: el tesoro más grande (Mt 6,21), aquel tesoro que siempre hay que amar, que saber conservar, mas que, sobre todo, hay que saber hacer brillar; aquel tesoro, mas sobre todo aquella partícula de divinidad, que del Corazón del Padre llega en el corazón de todos aquellos que lo aman, que lo quieren amar sobre toda cosa (Mt 22,37).
He aquí la enseñanza que Jesús nos ha donado en su primera venida y que ahora continuamente nos dona en este Rincón de Paraíso: «Que os améis unos a otros como así como Yo os he amado» (Jn 13,34).
Hijos de Dios, ¡sepáis poner en práctica las enseñanzas del Señor (Mt 22,39)! En esto muchos reconocerán la autenticidad cristiana; en esto se reconocerá el Patio de Jesús, el Patio que el Padre ha querido preservar para sus hijos, a fin de que en este tiempo pudiese brillar de su Luz, de aquella Luz (Jn 8,12) que aniquila el pecado, vence la muerte y hace triunfar el Amor: el Amor puro que el mundo no comprende y no quiere comprender (1Jn 2,15).
Comprendiendo el Amor (1Jn 3,1) se comprendería la Paz (2Cor 13,11), pronto se comprendería lo que todo mueve este mundo: la voluntad del Padre (Jn 6,40), a fin de que las relaciones entre hermanos, entre personas que viven un credo diferente, entre pueblos, naciones, pueda fundarse sobre un respeto reciproco, hundiendo las propias raíces en el bien, y no en el mal. Sólo así uno puede estar en búsqueda de la Verdad (Jn 8,32). Poniendo en el corazón estos sentimientos se podrá alcanzar la concordia y la paz (Ga 5,22). Sólo poniendo en práctica todo esto se puede llegar con buena voluntad a comprender la esencia y la sustancia de Aquel que todo mueve.
He aquí la Verdad de la Iglesia de Cristo (1Ti 3,14). Muchas son las iglesias y muchos son los patios (cf. Jn 18,15). Sólo quien actúa prácticamente, quien habla y quien pone en práctica todo esto será auténtico y será reconocido como portador de Verdad (Sb 3,9). Este es lo que en la Tierra de Amor el Padre ha querido transmitir, a fin de que todos puedan sentirse parte viva e injertados en el Árbol de la Vida (Gn 2,9; Ap 22,14).
Está escrito: «He aquí, yo hago todo nuevo» (Ap 21,5). En la Tierra de Amor Jesús ha hecho aún más, a fin de que todos pudiesen ver el esplendor de la Jerusalén nueva. Ya no una Jerusalén vieja, anticuada, azorrada por todo lo que es mundo, desestimada en lo íntimo y desertificada en el corazón. En la Nueva Jerusalén manan leche y miel (Ez 20,6). La linfa de Jesús está viva y su Espíritu es fecundo (Sal 104,24). He aquí la Casa, he aquí la Iglesia: única y eterna, que tiene en el centro el Corazón de Dios (Ap 7,17), que late, late y más y más latirá, porque se funda en la caridad, en la humildad y en el amor (Ef 4,2-6).